sábado, 4 de septiembre de 2010

La Rusia Blanca era Gris

Bielei, bielaia, bieloie… son tres formas de decir Blanco en ruso según su género (también hay neutro), lo cual complica enormemente la gramática, porque se utilizan las declinaciones según el género. El masoquismo frustrado por aprender algo de ruso no fue gratuito sino que coincidió con la operación de mi columna a los quince años. Resulta que luego de la carnicería a la que fui sometido tenían que enyesarme por un año desde la barbilla hasta las caderas, para lo cual me estiraron en potro de torturas jalándome por la nuca y por las piernas con unas cintas hasta quedar en el aire mientras que los enfermeros aprovechaban el templón para embadurnarme de yeso todo el torso. Como podrán imaginarse, a la momia en que me convirtieron le costaba mucho caminar, por lo que prácticamente pasé nueve meses en la cama, como una tortuga patas arriba y lo único que hacía (aparte de rascarme la barriga con un gancho de ropa que introducía dentro del yeso) era jurungar los pocos libros que había en la biblioteca, entre los cuales apareció un viejo curso de idioma ruso el cual empecé a leer boca arriba sobre todo en las mañanas, cuando no había televisión.


No obstante, el poco ruso que recordaba de esa época me sirvió de algo cuando el 25 de julio de 1977, la fecha en que según el programa que nos dio el rojizo cónsul ruso en Roma, debíamos estar en la frontera rusa – polaca. Se iniciaba así nuestro emocionante periplo en automóvil que nos llevaría hasta Moscú y después a Leningrado, para salir por Finlandia, en un viaje de más de 3000 kilómetros por territorio soviético. Después de recorrer la tarde anterior las aburridas estepas que separan Varsovia de Brest, en la frontera con la República Soviética de Bielorusia o Rusia Blanca (hoy la Belarus gobernada por el dictador Lukashenko), cuya capital es Minsk. Fue así que esa noche dormimos en nuestro Fiat, pero en terreno polaco, para cumplir con la estricta agenda aprobada por las autoridades rusas, según la cual debíamos respetar las fechas de arribo a cada ciudad de nuestro itinerario.

Finalmente en la mañana divisamos la cerca que definía la frontera. Nos aproximamos mientras un guardia rojo nos indicó estacionarnos en un recuadro bien delimitado en todo el centro de un enorme patio. El compadre se nos cuadró con un saludo marcial para proferir un solemne discurso (supongo de bienvenida, pues no entendíamos ni papa) e indicarnos bajar del auto. Lo asombroso del asunto es que sin preguntarnos quiénes éramos, nos entrego una carpeta con todos nuestros recaudos, consistentes en vales para gasolina, para estadía en campings y hoteles, para guías en las ciudades, así como mapas con los sitios donde teníamos que ir con fechas precisas. Del edificio aledaño saldría luego un funcionario quien nos preguntó (en alemán!) si teníamos un seguro internacional para el carro. Como no era el caso, nos hizo pasar a su oficina para hacernos comprar una póliza rusa. Para calcular el monto a pagar nos preguntó por el cilindraje del Fiat luego de lo cual, para nuestro asombro, ha sacado de su gaveta un ábaco de madera en el que movió unas cuantas bolitas para finalmente anunciarnos el monto a pagar. Mientras tanto en el patio, el resto de los guardias habían prácticamente desarmado los asientos de nuestro pobre Fiat (adornado, por cierto con una banderita venezolana) y buscaban con espejos bajo la carrocería. Después de unas dos horas de revisión, nos dieron el visto bueno y nuestros pechos latieron emocionados al lanzarnos a la conquista de la tierra de los soyus. Pero al tratar de abandonar los predios de la edificación oímos un grito destemplado en italiano: “Romaniii!” gritaba un viejo desde un pequeño “Cincuencento” en el que viajaba (evidentemente había visto nuestra placa romana). El tono de su alarido revelaba una solicitud de auxilio que fue acallada por un guardia que nos obligó a proseguir sin mediar palabra con el solitario italiano. Pronto volveríamos a saber de él.

Probablemente mis expectativas tenían que ver con que la Unión Soviética, además de “superpotencia” era la patria de Yuri Gagarin, el primer cosmonauta de la historia (se acuerdan del retrato destruido?). Media hora después de comenzar a rodar hacia Minsk, no podía entender porque la triste y estrecha carretera que finalmente llevaba a Moscú estaba tan vacía como las miradas de los pobladores de las lodosas aldeas de madera que veíamos de vez en cuando. Los únicos usuarios de esa recta irremediable rodeada de pinos y aldeas mustias, eran algunos camiones y unas motocicletas biplaza como las usadas por la Gestapo en la Segunda Guerra Mundial. Cuando el hambre nos asedió comenzamos a ver hacia los lados en busca de unas empanaditas o algún Mc Donald’s ruso, pero lo único que había eran pinos y pinos, hasta que finalmente un grupo de camiones estacionados que precedía a una cabaña de madera nos indicó que algo había en el sitio, pues un grupo de personas hacía cola en el lugar. Pronto aprenderíamos que en la Rusia de la época, al ver una cola, había que incorporarse a ella automáticamente, sin preguntar para que era: al final siempre habría algo de interés imposible de conseguir en otra parte. Así fue como después de unos minutos de cola entre rusos gordos y vestidos de colores inauditos, teníamos entre las manos el único elemento comestible, unas rodajas de pan negro sobre la cual reposaba un grueso trozo de tocino blanco, bielei, tan blanco como la sensación de vacío que nos embargaba.

La llegada a Minsk esa tarde pasó por presentarnos a la oficina del Inturist donde nos asignarían un guía que, por supuesto no habíamos solicitado. Nadia era un joven con cabello color paja y ojos grises, tan grises como el cielo y los edificios de su ciudad. Repetía sin piedad cifras sobre los logros de la revolución socialista y la “Gran Guerra Patria” que treinta y cinco años antes tiñó de sangre las estepas de Beliorusia. Nadia nos obligaba a visitar los grises bloque de habitaciones “construidos en socialismo” para la clase trabajadora. Intentamos preguntarle sobre su vida, sus hobbies. Pero Nadia estaba programada solo para escupir cifras y hablar de las bondades de la revolución. Al final, logramos saber que en su tiempo libre recolectaba setas de los bosques de pinos de los alrededores. La imaginaba solitaria, con su pelo de paja y una cesta de setas en la mano, metida en su mundo de pinos, ignorante de lo que era el mundo exterior.

Nuestra parada, al día siguiente fue Smolensk, a orillas del rio Dniéper, donde por cierto, recientemente pereció el presidente polaco y toda su comitiva en un accidente aéreo. Después de registrarnos en nuestro camping, ya de noche, salimos a explorar la ciudad tratando de acallar nuestros estómagos. Smolensk era una ciudad fantasma: todo era oscuro, absolutamente oscuro. No había nada parecido a un café, una panadería o un restaurant. Todo el mundo parecía dormir… excepto aquel local de dónde emanaban risas y música y al cual nos presentamos en busca de alimento. Tan pronto franqueamos la puerta, los músicos dejaron de tocar y todos los comensales voltearon a vernos, cual si fuéramos alienígenas del planeta Mongo. Intentamos pedirles comida, pero nos explicaron que eso no funcionaba así: era un cabaret que servía la cena a una hora determinada, después de lo cual comenzaba el baile y nosotros habíamos justamente interrumpido esa etapa. Pateando una lata nos regresamos a nuestro camping resignados a comer unas conservas que afortunadamente habíamos comprado en Budapest unos días antes, las cuales complementaríamos con un arroz que intentábamos cocinar cuando reconocimos una voz en el fondo de la cocina que gritaba en italiano: “Pane, signorina, Pane!!”. Era nuestro amigo, el milanés del “Cincuecentto” que trataba infructuosamente de pedir pan a una de las empleadas del camping. Al acudir en su ayuda, sus ojos nos devolvieron un sentimiento de salvación. Agradecido nos contó que su meta era llegar desde Rusia, con su carrito de 500cc, al punto mas septentrional de Europa Occidental, Cabo Nord en Noruega. Su divertido automóvil era toda una casa rodante, con cocina en el asiento de atrás. Pero nuestra próxima meta era menos lejana, era Moscú la capital del imperio mismo!...

miércoles, 1 de septiembre de 2010

No importa de qué color sea el gato...

Recientemente leí en alguna publicación un dato insólito: la China de Mao, durante la revolución cultural, llegó a tener una sola representación diplomática en el exterior, la de Egipto. Verdadero o no, el tremendo aislamiento que llegó a experimentar China fue un hecho característico hasta el surgimiento de una figura que, a mi juicio, el mundo no ha reconocido en toda su dimensión. La de un pequeño anciano llamado Den Xiao Ping.


Cuando en tiempos de Jimmy Carter, Den Xiao Ping es convencido de visitar los Estados Unidos, las cámaras de televisión pudieron registrar para la posteridad, una delegación china disfrutando un concierto de Rock o vestida con trajes vaqueros en un típico rodeo del Oeste. La capacidad de seducción de los norteamericanos se tradujo a los meses en un pequeño experimento comercial que el mismo Den Xiao Ping propuso, sin sospechar que este paso desataría las fuerzas de transformación de un gigante dormido por años de dogmatismo político. El nuevo líder chino decidió cercar unos arrozales al sur de la provincia de Guandong, cerca de Hong Kong, aislar el lugar del resto de la burocracia china y permitir que en esa campana, los industriales norteamericanos invirtieran en infraestructura industrial. Los chinos pondrían la mano de obra y flexibilidad burocrática. “No importa de qué color sea el gato, siempre que cace ratones” –decía el pragmático Den Xiao Ping. Nacía así la primera Zona Económica Especial que posteriormente se reproduciría como hongos por todo la costa este de China, disparando el tremendo desarrollo del que ahora somos testigo. A partir de los 80, Shenzhen, la nueva ciudad surgida entre los arrozales creció a ratas de 20, 30 y 40% anual en su Ingreso per Cápita. Nadie podía creer lo que allí sucedía.

Unos treinta años después del inicio del experimento y por razones puramente comerciales me dispongo a ingresar a la ciudad de los arrozales, después de haber adquirido, unos 40 minutos antes en Tsin Sha Tsui (Hong Kong), un boleto de tren que me permitiría adentrarme por primera vez, en territorio chino continental. Mi corazón palpita cuando los retratos de Mao comienzan a aparecer en la estación fronteriza con Hong Kong (quien conserva una indudable autonomía política) luego que los oficiales chinos me hacen llenar una declaración en la que me comprometo a no tener fiebre porcina. Me toman la temperatura, me sellan el pasaporte sin preguntar nada y zuas!, me veo en una ruidosa calle con un frio endemoniado que no estaba en el programa. La cara de Mao me persigue en los billetes y monedas. Casi me dejo tentar por un taxi que ofrece llevarme al hotel, pero decido seguir aventurándome al divisar el Metro. No hay una sola escritura en "cristiano", a diferencia de Hong Kong, pero afortunadamente en el planito que había impreso de Google, hay caracteres chinos que me permiten reconocer una estación cerca del hotel. Después de luchar con la maquina dispensadora que se niega a hablar en cristiano, obtengo el "Token" para montarme en el impecable metro y quince estaciones más tarde al salir, diviso, casi al frente, el nada chino Crowne Plaza Shenzhen, albergue por los próximos dias.

El paisaje urbano de esta insólita ciudad tiene elementos que un terrícola común no reconocería. Hay enormes centros comerciales cuyas tiendas exhiben preponderantemente unos extraños rollos de diversos colores y tamaños. Sólo los mortales con algún conocimiento de electrónica pueden darse cuenta que son componentes empacados en tiras para ser colocados en las máquinas robot que arman tarjetas electrónicas que a su vez sirven de insumo a las miles de industrias de Shenzhen, culpables de que cualquier gadget que compremos en occidente tenga la etiqueta de “Made in China”.

Cansado y desorientado por la abrumadora avalancha de objetos, signos y comidas indescifrables decido entrar a un salón de té en la calle Huanqiang, y ordeno un “Pearl Tea” (estaba escrito en inglés!). Me traen una bebida a base de té, por supuesto, pero al cual le agregan unas "perlas" negras de un material gelatinoso y algo dulce que mas bien parecen huevos de pescado por su consistencia. Se toma con un pitillo de diámetro muy superior a los usados en casa, para que con el té, pasen hacia la boca las perlas babosas. A través de la ventana del salón veo a una chinita en la calle que vendía LEDs. Contaba y contaba LEDs que amontonaba en una enorme montaña como si fueran frijoles, aunque de vez en cuando tomaba aleatoriamente algunos y los medía con un tester. Observándola y viendo lo pujante del paisaje alrededor de ella, pensaba que las (acertadas?) decisiones de Den Xiao Ping debieron tener su origen en el éxito atesorado por los dos únicos territorios chinos no dominados por el comunismo. En efecto, tanto Hong Kong como Taiwan, con sistemas económicos liberales, se convertían en potencias comerciales, mientras la China de Mao se estancaba en el pantano del atraso y la pobreza.

Los enormes rascacielos de la calle Huanqiang exhiben enormes pantallas electrónicas en las que corren cifras, como en Wall Street. Me doy cuenta que son los cambiantes precios de componentes electrónicos como memorias, microprocesadores, GPS, etc. La riqueza se exterioriza en costosos automóviles deportivos occidentales que los magnates chinos de la electrónica como trofeos de su éxito, mientras no pocos indigentes rebuscan entre los recipientes de basura.

El debate de moda es sobre si China hoy día es comunista o capitalista. “Que importa si el gato es blanco o negro, con tal que cace ratones”, contestaría Den Xiao Ping, el anciano de la sonrisa…!